«La luna menguante le miraba, guiñándole un ojo –pensaba-, de complicidad. La noche era bella, la torre del castillo le parecía respaldar en esa aventura, su mismo apellido, Aguilera, le parecía que le predestinaba a conseguir esa aventura, pensada durante seis interminables años».
Por su cabeza pasaban en ese momento infinidad de recuerdos y de sentimientos. Estaba asustado, pero la cercanía de su amigo Joaquín y de Catalina, su hermana, le animaban y daban fuerzas. No tenía miedo, no; era más bien una tensión que sin querer él, le provocaba una revisión de su pasado. ¡Tantos años detrás de este momento! ¡Tantos esfuerzos, sueños, pruebas, esperanzas, confidencias, deseos! Estaba a punto de lanzarse al espacio seguro de que podría llegar al Burgo de Osma. Seguro. Sus cálculos no podían fallar, les había revisado una y mil veces y Joaquín como buen herrero, había hecho un trabajo riguroso.
Atrás quedaban esas tardes monótonas cuidando el rebaño familiar, viendo volar las nubes, observando el vuelo de azores y águilas que merodeaban el Altozano, comprobando una vez más los cambios de los vientos –ábrego, cierzo, regañón, solano- de los que había aprendido mucho para mejorar el batán y el molino del pueblo, y de los que en el pueblo se decían refranes: “El solano la lluvia en la mano”.
También las clases que había recibido de don Ramón, y que tuvo que abandonar para hacerse cargo de la casa al morir padre, de las que recordaba la figura de Leonardo Da Vinci, un personaje que había inventado todo tipo de instrumentos e incluso un aparato a modo de hombre-volador. Su historia se le quedó grabada y desde entonces le tuvo como a su héroe.
Recordaba aquel día cuando con Joaquín y Catalina subió a la ermita de San Gregorio y les contó sus intenciones recibiendo sus aspavientos negativos ante su idea de volar en un artilugio revestido de plumas de águila. Pese a ello, calladamente, había ido acumulando cientos de plumas con la idea de revestir la estructura que formara el esqueleto de esa máquina voladora.
La luna menguante le miraba, guiñándole un ojo –pensaba-, de complicidad. La noche era bella, la torre del castillo le parecía respaldar en esa aventura, su mismo apellido, Aguilera, le parecía que le predestinaba a conseguir esa aventura, pensada durante seis interminables años.
Llegó el momento. Miró de refilón a Joaquín y a Catalina diciéndoles: “Pronto estaré en El Burgo y al día siguiente llegaré a Soria. Ya tendréis noticias mías”. Se santiguó mentalmente, se acordó de su fallecido padre y de madre. Y ¡zas! Cogió carrerilla y se lanzó al vacío, alzando el vuelo unos metros. Pasaban los minutos y el artilugio parecía funcionar como había pensado hasta que al sobrevolar el Arandilla ocurrió un imprevisto que dio al traste con sus ilusiones.
Con todo y con esas, Diego Marín Aguilera consiguió aquella noche de un mes de mayo de finales del siglo XVIII marcar un hito en nuestra historia. Nunca más pudo volver a intentarlo y la melancolía terminó por consumirlo. Su nombre debería ser siempre recordado como el de aquel pionero que demostró que, gracias a la técnica y al tesón, los seres humanos podrían surcar algún día los cielos como las aves. Cómo la economía, por medio de la industria y la mercancía, se apodere de estos sueños conquistados, es harina de otro costal.
Fernando Ortega Barriuso*
*Fernando Ortega Barriuso (Burgos, 1948) es un escritor e historiador burgalés autor de diversas obras e divulgación como La ciudad de Burgos durante el régimen de Franco (2005) y novelas como Mariposas blancas en un cielo azul (2017). Acaba de publicar el libro Burgos memoria sentimental (2020), un libro centrado en la ciudad que marca buena parte de su creación literaria.